Las niñas
Por Linén Rou
Había dejado a las niñas con la abuela. Eloísa no iba a tardar, solo lo que le tomaba ir de la universidad a la casa y regresar, dos horas, no eran más que dos horas. Iba a entregar un trabajo que había mecanografiado toda la noche para la materia de “Didáctica de la lecto-escritura”.
Subió a la combi, tomó asiento y mientras cruzaba los terrenos baldíos, resecos por el calor de mayo, no pudo evitar pensar en las niñas.
Las tres niñas, habían almorzado bien y ella las había dejado, casi sin que lo notaran, pues estaban abstraídas construyendo una casita de sillas y cobijas en la modesta biblioteca de la casa. Al menos durante su ausencia no tendrían hambre y no se aburrirían… Pero nunca estaba de más, la mayor era la más traviesa y siempre era secundada por las dos más chicas; por otro lado, la abuela, su suegra, padecía un reumatismo inmemorial que le había dejado los pasos muy cortos.
Eloísa miró el reloj y se convenció que estarían bien, además se repitió lo que el esposo le sentenciaba en esos casos de temor y superstición: –Déjate de pensar esas pendejadas, no vaya a ser que por andarlas pensando, ocurran. —
Eso siempre la frenaba en sus aires de bruja natural así que volvió a mirar el reloj, se acomodó en el asiento y se durmió casi al instante, pero no descansó. Soñó que las niñas andaban caminando en el terreno de atrás de la casa, descalzas, como era su costumbre, bajo el sol despiadado y que la más chica se cortaba los deditos con las botellas rotas de la basura, entonces, la mayor iba por unos cerillos para detener la sangre.
Despertó casi cuando iba llegando a la parada y como pudo pidió el alto. Aún le faltaba tomar otra combi, vio el reloj y pareció que no dejó de mover el pie hasta que llegó a la última parada. Caminó pensando si andarían bajo el sol de las dos de la tarde, sin sombrero y sin zapatos.
-Se van a enfermar y mi suegra no creo que salga a ponerles siquiera una gorra, y ¡cómo! Ahí andará, apurada preparando la comida… le hubiera dicho que no cocinara, que yo pasaba a comprar un pollo, chin, ¡ya ni modo! –y es que tampoco se atrevía a decirse que le daba horror pensar que las niñas estarían junto al fuego, el fuego, ¡cómo le temía a llegar y encontrar a alguna de sus niñas con la piel de chicle, derretida por el fuego! – Además, la más grandecita ya sabe encender los cerillos y ¡es tan traviesa!
Por fin llegó al salón, encontró a sus compañeras y se sentó junto a ellas.
–Buenas tardes, chicas, ¿ya llegó el maestro?
–Aún no, Elo, ojalá no tarde, yo estoy aquí desde hace media hora– dijo una de ellas con una sonrisa mientras cruzaba la pierna sobre la tosca butaca de metal gris.
–Pues sí, ojalá no tarde- Eloísa sonrió con una de esas sonrisas que le costaban tanto trabajo cuando se preocupaba por las niñas.
Se sentó y minutos después comenzó a columpiar la pierna de modo insistente y a ver el reloj.
–¿Qué tienes, Elo? -le preguntó la otra compañera.
–Nada.
En efecto, los minutos avanzaban, el resto de los alumnos llegaba y Eloísa no podía evitar voltear cada que escuchaba unos pasos o una voz de varón. Cuando al fin apareció el profesor, casi cuarenta minutos después, Eloísa fue la primera en incorporarse e ir hacia él; el profesor la detuvo y le pidió tomar asiento un momento.
¡Cómo explicarle que tenía ganas de agarrarlo de la camisa y zarandearlo reclamándole su impuntualidad, o levantarse, arrojar el folder al escritorio y salir corriendo! No pudo, aguardo a que concluyeran las tediosas explicaciones del docente, luego de media hora salió, se despidió lo más cortés que pudo y corrió a la parada.
Cuando por fin bajaba su calle, casi dos horas después, se extrañó de su silencio de muerto, no se oían las acostumbradas cumbias estrepitosas en toda la desfachatez de su “a todo volumen” saliendo de las casas de los vecinos, tampoco habían comenzado a encender las luces de las entradas, incluso la tiendita de don Tomás se encontraba a oscuras.
Sus pasos resonaban sordos en el adoquín rosa y sinuoso de la calzada. Eloísa metió la llave cuyo crujido se hizo más fuerte en medio del silencio. Abrió, levantó la vista y vio todo a oscuras. Cruzó el patio buscando a las niñas o a su suegra.
-Doña Juanita, ya llegué. ¿Niñas, dónde andan?
Avanzó. El silencio no cedía un paso, cuando viró, se paró sin más: ante ella estaba, tal como si fuese un espantapájaros o una muñeca olvidada en la basura, la ventana de la biblioteca. Tenía los cristales reventados y, a través de ella, se observaba el cuarto chamuscado y el tizne, como rímel corrido, manchando las paredes.
Corrió a la puerta de la biblioteca, la abrió de un empujón e inmediatamente se le llenaron las narices del aire turbio y pesado de la madera y la lana quemadas.
Caminó entre los restos del incendio, llamando a las niñas, volteando sillas. Cuando se convenció de que no estaban ahí, fue hacia el comedor, lo atravesó y quedó ante la puerta abatible de la cocina.
Antes de entrar, escuchó una vocecita que parecía una caricia. Empujó muy despacio y la puerta chilló. Ahí estaban las tres niñas taciturnas sentadas a la mesa junto al padre mientras la abuela les servía té limón caliente alrededor de un cabo de vela.
El hombre volteó a ver a Eloísa con unos ojos que parecían decirle: “¿Ya ves? Por andar pensando pendejadas”.